En el anegado pueblo de Guayaramerín, en la amazonía boliviana, el barco que perteneció al rey del caucho y que presidía el puerto toca agua por primera vez en un siglo y fuerza una sonrisa torcida de los habitantes, azotados por las peores inundaciones en décadas.
El río Mamoré, fuente de sustento de esta localidad fronteriza con Brasil, se ha vuelto en su contra y casi 50.000 personas luchan por salir adelante entre el agua, el fango, las epidemias y la desesperanza del que todo lo ha perdido: casa, trabajo, cultivos, animales.
Guayaramerín, en el departamento de Beni, es uno de los lugares más castigados por las peores inundaciones que ha vivido Bolivia en décadas, y que han dejado 60 muertos y 60.000 familias damnificadas en todo el país.
Aquí centra estos días sus esfuerzos el Programa Mundial de Alimentos de la ONU (PMA), que necesita con urgencia donaciones para continuar su ayuda a la población.
Pese a la situación, el Gobierno rehúsa declarar Beni zona de desastre, lo que la oposición atribuye a motivos políticos, ya que en esta región perdió las elecciones el partido de Evo Morales.
A una media hora en auto de Guayaramerín, en plena selva, se encuentra la comunidad indígena de Cachuela Mamoré, a la que el PMA llevó esta semana alimentos para paliar las necesidades de 55 familias con más de cien niños.
A primera vista, un paraje idílico. Un riachuelo baña una playa, rodeada de exuberante vegetación, y los niños ríen y chapotean en el agua, entre barquitas de madera.
Pero al descender del automóvil, un olor insalubre, viciado, devuelve al visitante a la realidad.
El riachuelo no es sino el camino que llevaba a los hogares de estas familias que hoy se hacinan en carpas de plástico, bajo un calor brutal. Ellos y sus animales: perros, gallinas, patos.
Abandonaron sus casas hace un mes, ya con el agua hasta la cintura, perdida la esperanza de que el agua del río Mamoré se retirase, dejando atrás todo, incluidos los anegados cultivos que son su modo de subsistencia.
"Pero ni modo", explica a Efe la presidenta de estas familias, la señora Marlene, que ha salido a recibir a los representantes del PMA que llegan con cajas de galletas nutricionales.
Entonces grita: "¡Hay víveres!". Y la gente comienza a salir de sus carpas y espera su turno, por riguroso orden de llamada.
Mientras esperan que la comunidad internacional les ayude, la vida sigue.
Tres bebés han nacido en estos días y en las carpas la cotidianeidad se abre paso en medio de la tragedia: ropa tendida entre las palmeras, herrumbrosas cocinas rescatadas, gallinas, sacos de ropa.
"Da tristeza, pero hay que hacerle frente. Los niños recién empiezan a enfermarse", explica la señora Marlene.
A su alrededor, los pequeños chapotean en un agua insalubre, sus estómagos hinchados por los parásitos, mientras gritan que no quieren que baje el agua porque "así es más divertido".
Ajenos a la angustia de sus padres, juegan en el mismo agua que les ha robado todo.
"No es lo mismo pisar el agua que verlo por televisión. A veces vamos a las autoridades y no nos creen", prosigue la presidenta con voz quebrada.
Algunos se han ido a la ciudad, pero la mayoría quiere seguir en la selva, donde sólo los tejados de chamizo asoman, rodeados por papayas que se pudren.
No muy lejos, encaramadas a lomas, reses moribundas a las que tuvieron que dejar atrás y que no saben si podrán recuperar.
A los perros los salvaron, fieles amigos, pero también un seguro de vida que con sus ladridos avisan de la presencia de pumas o de las temidas anacondas y caimanes. O de la llegada de "un bichito pa cazar".
Marlene vive en alerta permanente. Teme por los niños, a los que quiere como suyos.
Junto a los depredadores, el fantasma del dengue y la malaria planea sobre el campamento.
"No tenemos ni ibuprofeno", lamenta Yolanda Galán, con tres hijos y un sobrino a su cargo, mientras vigila que una coma las galletas del PMA y amamanta a otra.
Un hombre sonríe desdentado y se aleja abrazado a su caja de galletas nutricionales.
Otra familia saluda con amabilidad mientras los visitantes pasan ante su "casa", un chamizo de 4 metros cuadrados donde habitan, hacinadas, tres personas y cuatro gallinas.
Las inundaciones en Bolivia son en este momento la única emergencia que tiene el PMA en toda Latinoamérica y Caribe.
Las intervenciones en las comunidades rurales de Beni se coordinan desde Guayaramerín, donde la situación no es mucho mejor.
Ahora, en los sumergidos barrios ribereños sólo se escuchan los ladridos de perros a los que sus dueños han dejado en las azoteas para espantar a ladrones de tejas y puertas, y la avenida que lleva al embarcadero ha pasado a ser el embarcadero.
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